De vainilla

De vainillaSoy Rafael. Lo último que se me pasó esta mañana por la cabeza era que estaría más de media hora encerrado en un armario viendo cómo Isabel, mi amor inconfeso, se deshacía en carantoñas con Eduardo, su marido, minutos después de que este apareciera de improviso en el que era nuestro rincón pasional preferido cuando él se encontraba de viaje, su dormitorio. Y mucho menos que ella le recibiría con el conjunto de encaje azul celeste —como sus ojos— que minutos antes le había regalado con ocasión de nuestros primeros doce meses juntos. Ni que el ingenuo de Eduardo vería aquél recibimiento como algo tan natural y espontáneo pese a que en teoría en ese mismo instante debía estar sentado en el asiento 56H rumbo a Bruselas, leyendo quizás las páginas asalmonadas del periódico o tratando de acabar algunos de los sudokus que ella le había dejado a medias, cualquier cosa para olvidarse de la ansiedad que le producía el no poder fumar en el trayecto. O que desde mi pequeño escondite me sintiera como el marido que espía a su esposa siendo yo el amante, y que me pusiera celoso, y que viéndoles juntos, a través de esta pequeña rendija que queda entre ambas puertas, me preguntara qué habría visto Isabel en mi, teniendo en casa a un hombre como Eduardo. Tampoco que de repente me viniera el nombre de Olga a la cabeza, mi mujer, y que me imaginara una habitación como aquella, con esa luz tan blanca, y a ella llevando un conjunto de encaje azul con el que seguro estaría preciosa, y a nosotros haciendo el amor sobre esa cama, con la misma pasión como lo hacíamos antes, quizás no hace tanto.

A mis 35 años, y uno de ocupante asiduo de aquella cama, lo último que se me pasó esta mañana por la cabeza es que Isabel pudiera negar, una y diez veces, conocerme siquiera cuando, después de varios estornudos encadenados procedentes del interior del armario, Eduardo abrió sus hojas de par en par dejando en evidencia delante de ella mi escuálido y desgarbado cuerpo enfundado en uno de esos calzoncillos azul celeste —como los ojos de ella— en comparación con su gracia y porte naturales. Y mucho menos que él, lejos de violentarse, se preocupara por el tiempo que llevaba encerrado allí y por mi penoso estado de salud tras comprobar que los incipientes estornudos tenían visos de acabar en un ataque de asma en toda regla, mientras yo solo era capaz de decir “¡el ambientador!, ¡el ambientador!, ¡soy alérgico a la vainilla!” y uno de mis dedos señalara de forma compulsiva un pequeño cartucho amarillo que pendía entre dos de las perchas del diminuto espacio que acababa de desalojar, entre un abrigo rojo de lana y una americana de cuadros escoceses. Ni que él me fuera a tomar en volandas cuando casi pierdo el conocimiento, tendiéndome boca arriba sobre el edredón en el que tantas veces había retozado con su mujer, abriendo las ventanas para que entrara la mayor cantidad de aire. O que en esa habitación acabara atendiéndome un médico vecino y amigo de Eduardo al que avisaron, y la propia Isabel, metida en su papel de enfermera vaciando el contenido del botiquín sobre aquella nuestra, en ocasiones, cama. Tampoco que, pasado el susto y ya en mi casa, Olga me recibiera ese día en la puerta vestida tan solo con una combinación transparente bajo la cual llevaba un conjunto de encaje verde —como sus ojos—, y que me recordara bromeando que era nuestro séptimo aniversario juntos y que, como los anteriores, también este lo había olvidado, y que esa noche hiciéramos el amor con la misma pasión como lo hacíamos antes, en realidad quizás no hace tanto.

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